miércoles, 18 de septiembre de 2013

Colcannon

No solía haber niebla en Dublín, pero aquel sábado de marzo, como si la naturaleza hubiera conspirado para crear un ambiente lóbrego, la niebla era espesa y alta, cubriéndolo todo con su manto blanco. Incluso Kjell tenía problemas para abrirse camino entre las calles de la capital irlandesa, donde no había estado hasta ese momento. 

Había aceptado ir a regañadientes. No le agradaba en absoluto la ubicación de la cita, no le gustaban los cementerios, no le gustaban los muertos ni estar entre ellos. Y le habían citado precisamente en el cementerio de Glasnevin, sin más indicaciones del lugar exacto. 

Tendría que caminar por el cementerio buscándole, algo que siempre le hacía volver la vista atrás, hacia recuerdos que no le eran gratos. La muerte siempre le hacía reflexionar sobre su propia vida. Kjell procuraba evitar reflexionar sobre su propia vida, era doloroso. 

Demostraba la fugacidad de las cosas, de las vidas, de los imperios. El único punto fijo que tenía en su existencia era Flóki, todo lo demás, todos los demás, o morían o habían seguido su camino. 

En alguna ocasión se había preguntado si tal vez debería, en algún momento, elegir alguien que le acompañara en su periplo, pero siempre había desistido. No se sentía cómodo con su propia existencia, no le gustaba su propia naturaleza, se apartaba todo lo posible de los que eran como él. Sentía un odio callado por aquellos que le habían condenado, aquellos a los que nunca conoció, y de alguna manera sentía que cualquiera a quien se sintiese lo suficientemente unido como para querer tenerlo en su vida, no merecería aquel destino. Una paradoja que le condenaba a una existencia solitaria en general. Una paradoja que le hacía pasar por alto los detalles y aceptar siempre la llamada de su único compañero, a pesar de que, en el último siglo, se habían distanciado. Había cosas que le costaba mucho perdonar, y Flóki las había llevado a cabo todas ellas.

Sacudió la cabeza, apartando los pensamientos de su mente. Había entrado ya en el cementerio, atravesando el jardín botánico y saltando el muro trasero. La bruma allí dentro, entre las tumbas, daba al cementerio el aspecto de una película de terror clásica, con la luz de la luna llena atravesándola, haciendo que las lápidas, las altas cruces y los ángeles de piedra parecieran moverse en la oscuridad. No parecía una casualidad. Kjell sabía lo que su amigo podía llegar a hacer, sabía que lo mucho que le gustaban esa clase de ambientes, esa clase de detalles macabros. Macabros para Kjell, evocadores para Flóki.
Caminó entre las criptas más antiguas, fijándose en los pequeños detalles que los seres que tomaban aquello como su hogar dejaban a su paso: Un rosario atado en los barrotes de una cripta, los ojos de un ángel de piedra arrancados, tierra removida en lápidas antiguas, pisadas que terminaban en la nada. 

Kjell podía verlo, podía sentirlo. El cementerio se había inaugurado en el siglo XIX, y desde muchos seres lo habían elegido como su hogar desde entonces. Había sido el siglo en el que más se les dio a conocer, la época victoriana, cuando las lánguidas doncellas cansadas de su papel en la sociedad, caballeros que sentían como una carga pesada los modales de la época, miles de personas que morían de hambre o aquellas víctimas de la tuberculosis sabedores de que su hora estaba cerca, se acercaban a los cementerios como última frontera entre su vida y la ultraterrena. Comida fácil y rápida.

Se escuchó un sonido de hojas. No había viento. Kjell miró por encima de su cabeza y enseguida desechó que hubiera intrusos. Aquellos abetos, cipreses y pinos estaban plagados con ardillas. Aguzó el oído de todas formas, y captó algo más, el sonido de cristal contra la roca, distante, suave. 

Se dirigió hacia allí con paso rápido, intentando no ser escuchado, hasta que tuvo finalmente ante sí una silueta oscura sentada en el suelo, apoyada contra una lápida relativamente vieja. Tenía una botella en la mano. Junto a la figura, encima de la lápida cuadrada, había otra botella, vacía. Flóki. Con vaqueros y chaqueta vaquera, con los cabellos más cortos que de costumbre. Parecía estar borracho. O intentándolo.

-¿Flóki?-llamó Kjell desde una cierta distancia. Quería tantear qué estaba ocurriendo delante de él antes de acercarse.

No obtuvo más respuesta que un movimiento de la mano pidiéndole acercarse hasta la lápida anónima. Obedeció con cierta inquietud. La botella vacía era de vodka. La que tenía en la mano, de whisky. Intentó hacer el cálculo de cuántas botellas más habría bebido antes de que él llegase, incluso de cuánto tiempo llevaba bebiendo, pero desistió enseguida. Con Flóki era imposible hacer esa clase de estimaciones.

-Siéntate conmigo, Kjell.

Con un suspiro de alivio, Kjell siguió su indicación. No parecía estar tan borracho como había esperado encontrarle, podría tener una conversación más o menos coherente con él. Un ramalazo de rabia le sacudió.

-¿Por qué me has hecho venir a un cementerio, Flóki?

El interpelado le miró con rostro circunspecto, como si no comprendiese lo que le estaba diciendo. Tardó unos instantes en reaccionar, y luego señaló la lápida con la mano izquierda.

-Lee.
-Erin Scallion. 27 de julio de 1943 - 14 de marzo de 1968. Amada hija, esposa y amante.-leyó. Parpadeó con desconcierto un instante. Algo en aquel epitafio parecía fuera de lugar. Esposa y amante. Frunció el ceño, pero no lo mencionó.- ¿Qué le pasa?

Flóki dio un largo trago antes de contestar.

-Su verdadero nombre era Hanna Baumeister.
-Ah. ¿y…?

Suspiró de nuevo. A veces, Flóki parecía no tener en cuenta que aquellos con quienes hablaban no tenían por qué tener la misma información de la que él disponía, no tenían por qué seguir el hilo de sus pensamientos sin necesidad de una explicación. Entonces suspiraba con pesadumbre, como si tuviese que lidiar con niños caprichosos e indisciplinados.

-¿Recuerdas la guerra, Kjell?
-Recuerdo muchas guerras, Flóki.
-La guerra, Alemania, cuando…
-Fue hace mucho tiempo, Flóki. No sé por qué tienes que sacar eso a colación ahora.-no quería recordar aquello. No quería hablar de ello, había pasado mucho tiempo intentando olvidarlo. 
-Fue hace un pestañeo, viejo amigo.
-Bien-se rindió. En el fondo era cierto. Cincuenta años para ellos no eran demasiado, aunque en aquel siglo XX en que vivían, los cambios en sociedades y avances científicos hacían que cada década fuese a la anterior como antaño había un cambio de un siglo a otro.-¿Qué pasó en la guerra?
-Cuando te fuiste de Berlín, me sentía culpable, sentía que todo aquello era por mi culpa y no podía resistirlo…
-Porque era tu culpa.-lo dijo sin pensar, y de inmediato quiso abofetearse a sí mismo por decirlo en voz alta.
-Sí, lo fue-confirmó el otro sombrío-Marché de Berlín a Hamburgo, intentando refugiarme en las catacumbas de la Iglesia, pensando en qué podría hacer para enmendar mi error. No era capaz de pensar en otra cosa que en lo que había visto, en las vidas que estaban siendo segadas por mi causa. Muchas veces vi a mi hija desde lejos, tan enfadada conmigo como tú lo estabas. Me sentía solo, desesperado, no quería mezclarme con nadie. Deseaba quedarme enterrado allí hasta el final de los días de la Tierra Media.
-¿Estás diciendo que querías morir?
-No, no, morir significaba verla de nuevo, estar en su reino, sufrir su ira cada día. Mucho más doloroso que la vida oculta y enterrada que llevaba entonces, enterrado en vida en aquellas catacumbas durante meses…

Llevaba oculto en las criptas de la iglesia de San Nicolás cerca de medio año. Había estado viviendo en Berlín desde 1934, y había disfrutado de la ciudad más delo que hubiera imaginado en primer lugar. Le agradaban sus gentes, le agradaba la forma en la que la vieja Alemania estaba saliendo de la humillación a la que había sido sometida en el Tratado de Versalles. Un tratado que él mismo ayudó a escribir, punto final de una guerra que él mismo había ayudado a provocar. No se sentía orgulloso, pero tampoco se sentía culpable. Los mismos humanos lo habían buscado, si no hubiera sido por su mano, ellos mismos la hubieran desencadenado más tarde o más temprano. Su lengua afilada había susurrado en los oídos adecuados en lo que era el germen de una segunda guerra a gran escala. Podía sentir la tensión avanzar entre las calles, podía sentir que algo se estaba condensando, que algo estaba a punto de estallar.

Y cuando estalló, se le rompió el corazón. Nunca hubiera imaginado que fuera de aquella manera. Nunca hubiera imaginado que se cargaría contra los más débiles, nunca hubiera imaginado que de su propia mano, aquellos a los que pretendía vengar murieran a miles, mientras aquellos en los que deseaba tomar venganza daban órdenes desde los despachos. Sentía que se le había ido de las manos, que había minusvalorado la capacidad de los mortales para hacer el mal.

Pasó por tres fases bien diferenciadas. Al principio intentó convencer a cuantos le era posible de que aquello no era lo que tenían que hacer. Robaba grandes cantidades de dinero que dejaba en manos de los perseguidos para que pusieran rumbo a países neutrales donde empezar de nuevo. Pero eran demasiados. Demasiadas muertes en ataques desde el cielo, levas forzadas, redadas inesperadas. 

Cuando la carga de la responsabilidad fue demasiado para él, llamó a la única persona en la que creía que podía confiar, y le dio la espalda. Kjell, su amigo, su protegido, su hermano, su hijo o su padre dependiendo de la circunstancia, su amante tal vez, se había planteado en el silencio en alguna ocasión, aunque nunca en voz alta. Había acudido a su llamada como de costumbre, pero se había negado a ayudarle. Le había aconsejado encarecidamente que saliese de Alemania, que marchase con él, que dejase a los humanos ocuparse de sus propios asuntos.

Y el peso de la culpa era tan grande, y la confianza en aquel tal, que había confesado su culpa en un susurro quedo entre sollozos. Fue entonces cuando se quedó sólo, cuando el vampiro le dio la espalda, cuando consideró que había cruzado el límite de lo que podía perdonar, y le había abandonado en las polvorientas calles de Berlín a su suerte. Él sabía, en el fondo, que tenía razón, que había ido demasiado lejos. Ni siquiera él mismo podía perdonarse.

Fue entonces cuando, presa de la depresión y el arrepentimiento, se ocultó en las criptas de San Nicolás, intentando no prestar oídos a los rezos de la superficie, a los motores de los aviones, a los himnos, al dolor y la esperanza, que llegaban a sus oídos. Flóki, simplemente, yacía en la oscuridad, entre el polvo, con los muertos de mucho tiempo atrás, sin expectativas.

Cayó en una especie de letargo, durante el cual perdió el sentido del tiempo. La falta de ingesta de comida y bebida se hizo notar en él, y comenzó a debilitarse. Esperaba que, pasado un tiempo, la debilidad le llevase a una suerte de coma y este a una muerte de los sentidos. Al descanso de la mente en la sequedad del cuerpo, que se iría momificando en vida por la deshidratación.

No tuvo tiempo de comprobar si su teoría era correcta o no. Tal vez porque había elegido mal lugar para esconderse. Tal vez porque una parte de él no quería que sucediese. Tal vez por eso que algunos llaman el destino.

El caso es que una noche, el calor le sacó de su letargo. Un calor asfixiante, que no dejaba respirar, que hacía que todo se pegase a su cuerpo. Un calor pesado. El calor de una tormenta ígnea. Lo reconoció, sabía que no había forma de librarse de ello, y casi de forma involuntaria, en una especie de arrebato de instinto de supervivencia, salió de su encierro.

En la oscuridad de la cripta el aire ribeteaba. Flóki se sacudió el polvo de meses de la chaqueta, y luego la desechó. Le dolía el pecho con cada bocanada de aire que tomaba. Quería aislarse de todo, pero no morir. Menos aún morir en las llamas. Cuando se disponía a marchar para nunca más volver, un sonido llamó su atención. Era el llanto de una mujer, justo sobre su cabeza. Parecía que se balancease sobre sí misma, como si rezase. El semigigante sintió que había algo más. Prestó atención a las palabras que salían de la boca de la mujer. Rezaba por la vida de su hija recién nacida.

Hay pocas cosas que muevan más la conciencia de los solitarios y los arrepentidos que el llanto de un niño. Como si fueran parte de una conciencia más limpia, como si conectaran con esa parte de sí mismos que aún permanece inocente. Como si conectaran con esa parte de sí mismos que quieren rescatar de su ignominia. Flóki no se dio tiempo a sí mismo para pensar, y salió a la superficie.

En algún momento, aunque su conciencia no lo había percibido, se había producido un bombardeo. La iglesia estaba en ruinas, los bancos astillados, el altar derrumbado. Entre los escombros, la mujer que había escuchado llorar sostenía un pequeño bulto entre sus brazos. Aquella criatura no tendría ni veinticuatro horas de vida, y el aire estaba tan caliente que anunciaba que pronto llovería fuego.

-¿Qué haces aquí?-preguntó Flóki, agachándose frente a la mujer.
-No tengo más sitio donde ir que a la Iglesia.-La desesperación por algún tipo de ayuda hacía que la mujer ignorase que estaba hablando a un desconocido con aspecto de gigante que había salido de ninguna parte vistiendo harapos, extremadamente delgado y con el cabello cubierto de polvo. Los ojos sin el brillo de la vida, bien podía ser el mismo ángel de la muerte.
-¿Es tu hija?
-Nació ayer, aquí mismo-la mujer sollozó- le corté el cordón con un trozo de porcelana roto. Pero no tengo leche, tengo miedo de que muera.
Flóki miró el pequeño fajo envuelto en telas sanguinolentas. Realmente era cierto: no le quedaba demasiado tiempo si no se alimentaba. Se estaba deshidratando con el calor. Le sorprendía que aún siguiera viva. Carraspeó.
-¿De verdad quieres salvarla?
-¡Daría mi vida por ella!
-Pero tú puedes vivir, eres más fuerte…
-¿Y de qué me serviría?
-Puedes tener más hijos…
-¡No quiero más hijos! ¡Quiero a mi hija, demonio!
-No soy el demonio, mujer.

La mujer guardó un silencio tenso, como si de repente se hubiera dado cuenta de con qué clase de ser estaba hablando.

-¿Puedes salvarla?-suplicó.
-Sólo a una de las dos.
-Llévatela a ella. Moriré en paz.
-¿Estás segura?
-¡Lo estoy!
Flóki arrancó con cierta dificultad el pequeño fardo de los brazos de la mujer y meció a la recién nacida cuidadosamente en sus brazos.
-¿Cómo se llama?
-Hanna.
-¿Hanna qué?
-Baumeister. Hanna Baumeister.
-Haré lo que esté en mis manos para que lleve una buena vida.

Se levantó tan pronto como la mujer asintió agradecida, e intentaba salir de entre los escombros antes de que la tormenta ígnea comenzara, cuando la oyó llamarle de nuevo. Sintió un deje de ira, suponiendo que había cambiado de opinión y rogaría por su vida en lugar de la de la niña.

-Sé misericordioso-rogó la mujer en contrapartida.

Aquello le conmovió un tanto. Antes de marchar de Alemania para nunca volver, Flóki tuvo un gesto de misericordia hacia la mujer.

-¿Por eso estamos aquí?-interrumpió Kjell-¿Porque hace cincuenta años mataste a una mujer condenada a morir de todos modos? 
-No, no. Ese es sólo el principio de la historia.

Había estado escuchando sin interrupciones, incluso cuando algunos de los comentarios le resultaban molestos o hirientes. Pero no tenía paciencia con las divagaciones sobre guerras y masacres. Abrían una herida que quería olvidar.

-Ah. Y… ¿Cómo sigue?
-Sigue con que traje la niña a Irlanda.
-¿A Irlanda? ¿Por qué?
-Era neutral.
-Pero tenía todo el rollo de La Emergencia, era un país pobre, de pocos recursos, ultrareligioso… ¿Por qué Irlanda?
-No lo sé.
-¿No lo sabes?
-¡No, no lo sé, joder! Simplemente… ¡No lo sé! Cuando me quise dar cuenta, estaba aquí, en Dublín, y entregaba el bebé a una viuda que había perdido a su hija en un aborto un par de semanas antes.
-¿Le diste un bebé a una viuda sin recursos?
-Le garanticé recursos.
-¿Qué?
-Que… le garanticé recursos. Las mantuve a las dos durante todo el tiempo en que vivieron. La viuda murió pocos años después, y me ocupé de contratar a una mujer que se hiciera cargo de la niña.
-¿Por qué?
-Lo había prometido.
-Pero…

Kjell desistió por unos momentos, intentando poner en orden sus pensamientos. Así que había intentado arreglar una guerra que dejó millones de muertos ayudando a educar a una niña. Muy bonito. Hacer crecer la inocencia en mitad de la ignominia. Muy del estilo de Flóki, claramente. Observó mientras su amigo daba un trago de su whisky, casi vaciando la botella. Miró de nuevo la lápida y comenzó a comprender. “1943-1968” veinticuatro años.

-¿Qué pasó?-dijo finalmente. Sabía que algo había salido mal. Definitiva, desgarradora e irremediablemente mal.
-Nada los primeros quince años. 
-¿Nada? ¿Vas a saltarte los quince primeros años de la vida de esa muchacha?
Flóki se encogió de hombros.
-Iba a verla de vez en cuando. Para ella era como esa clase de tío que de vez en cuando aparece en las familias con regalos para los niños y un montón de historias interesantes llenas de magia.
-No me sorprende.
-Intenté mantenerla inocente el mayor tiempo posible ¿Comprendes?
-No te he acusado de nada.
-Cada vez que la veía la llevaba de viaje a algún lugar diferente, le contaba historias, le hacía regalos, la colmaba con sus caprichos, con todo el cariño y la ilusión que sus padres no pudieron darle. Con todo lo que, para qué engañarnos, sus padres nunca hubieran podido darle. Pagué mucho por su educación, por crear un ambiente mágico para ella…-suspiró. Parecía que había dejado de escuchar, hablaba para sí mismo.
-¿Qué pasó?-era una pregunta retórica, claro. Kjell, que había nacido humano, podía imaginarse lo que había pasado. Esa clase de relación, esa clase de cuidados, el aislamiento, la edad de la chica…
-¡Se enamoró de mí! O eso decía ella. Llegó a obsesionarse, decía que no pensaba en otra cosa, que… no sé, la verdad. Pasaron tres o cuatro años hasta que me di cuenta de que algo iba mal.
-¿Tres o cuatro años y no notaste nada?
-¿Qué iba a notar? No sé cómo pudo pasar, era como un familiar para ella, la conocía desde que nació. Literalmente.
-¡Tenía quince años! Eras un hombre joven y misterioso que la colmaba de atenciones. Tenías que haberlo visto venir.
-¡Nadie se enamora de sus parientes, Kjell! ¡Es enfermizo!
-Díselo a Freud.
-¿Qué?
-Nada, nada, era una broma.

Flóki le miró con gesto sombrío y volvió a beber. Luego sacudió la cabeza con tristeza.

-Si al menos hubiera sabido manejarlo…
-¿Qué ocurrió?
-Ocurrió que un día, cuando Erin contaba dieciocho años, un muchacho, un vecino de ella, recién licenciado en derecho y habiendo conseguido un puesto en no sé qué buffete, la pidió en matrimonio.
-¿Y le rechazó?
-Eso hubiera sido lo mejor. No era un buen hombre, el abogado aquel. Tan sólo estaba interesado en su belleza, la quería como un trofeo de caza.
-¿Tú te opusiste al matrimonio?
-Antes siquiera de darle a ella tiempo a responder.
-¡Oh, dios!
-Y entonces… -Flóki sacudió la cabeza y se llevó la botella a la boca una vez más. Estuvo en silencio unos instantes, un silencio incómodo, molesto. Kjell carraspeó.
-Ella entendió que respondías sus sentimientos ¿verdad?-dijo. No había sido difícil adivinarlo. No era difícil entender lo que el medioaesir podía provocar en la psique humana. Pero había que entender cómo funcionaban los humanos para ello, por supuesto, y aquello era algo que a Flóki se le escapaba.

Asintió con tristeza, como si no comprendiera que aquello había sido inevitable.

-Montó una escena en el jardín. Fue muy raro, me preguntó si la quería, y le dije que sí, que claro que la quería ¡y claro que la quería! ¿Por qué los humanos tienen que confundir las cosas? ¡Claro que la quería! Pero…-guardó silencio una vez más, como si se sumergiera en recuerdos molestos. Kjell respetó su intimidad, aunque intuía cual podría ser la reacción de ella.-Al final, se casó con el abogado. 
-Sólo para llevarte la contraria…
-Eso pienso yo. Fue idiota, se dejó llevar por su enfado hacia mí. Fue más doloroso de lo que imaginaba y cuando salí de aquella casa, lo hice para no volver.
Kjell miró la lápida contra la que se apoyaba Flóki. Aquella mujer había muerto muy joven.
-¿Volviste a verla?
-Volví a verla. Algunos años después, cuando ya estaba enferma.
-¿Enferma?
-Tuberculosis. Vivían en un apartamento, bien situado, bastante acomodados… pero ella pasaba mucho tiempo sola, comía poco… era débil, no sé.
-¿Por qué volviste?
-Porque se estaba muriendo. Y porque estaba enfadado, pero la quería. ¡Yo qué sé! Volví, simplemente. Volví para verla morir.

No supo qué contestar a eso, y antes de intentar recurrir a un cliché, Flóki le interrumpió.

-Intenté que fuera feliz en sus últimos momentos. Intenté… no sé, le concedí caprichos que quizás no debí haberle concedido. Pocas cosas hay de las que me arrepienta más.
Kjell suspiró. La idea caló en su cabeza poco a poco, como si le costara procesar la información que recibía. El suspiro se convirtió en un bufido.
-¿La hiciste tu amante?
Flóki se encogió de hombros.
-En un par de ocasiones. No me veía capaz de negarle nada. A fin de cuentas, se estaba muriendo por mi culpa.
-Te acostaste con una mortal a la que habías adoptado. Muy bien, Flóki, dime cómo se puede caer más bajo.
-No se puede caer más bajo, Kjell. Intenté salvarla, y la vida que le di fue un desastre.
-Quizás tenías que haberla dejado en Alemania.
-Hubiera muerto…
-La clase de vida que tuvo ¿no hubiera sido mejor?
-Fue feliz de niña. Fue feliz al morir. No sé.

Kjell opinaba diferente. En el tiempo que él estaba vivo, cuando los padres consideraban que no iban a ser capaces de proporcionar a sus hijos todo lo que merecían en la vida, los ahogaban nada más nacer. Era una práctica tan extendida, que incluso cuando el cristianismo se impuso en Islandia, tuvieron que mantenerla como legal. Él hubiera dejado morir a la niña, le parecía lo más justo. Lo más humano.

Flóki parecía de nuevo sumido en sus pensamientos más sombríos, en el borde de uno de sus estados de depresión y sopor. Guardándose su opinión para sí, se acercó a él y le pasó el brazo por el hombro, atrayéndole hacia sí. El semigigante dejó caer como peso muerto la cabeza sobre su hombro. Kjell podía sentir el olor a alcohol, podía sentir el calor de la sangre alterada al pasar por sus venas, palpitante contra su propia mano. Con un pensamiento desleal, se le pasó por la cabeza qué efecto tendría en él ingerir la sangre de aquel inmortal. Siempre había sido curioso, le había gustado experimentar, ir un paso más allá de lo que le estaba permitido.

Se acomodó en el suelo y levantó la cabeza de su amigo hasta ponerla a su altura. Tenía los ojos entrecerrados, como en trance. En un gesto deliberadamente lento, posó sus labios sobre los de él. No le agradaba el contacto. No le gustaba besar a otro hombre. No le gustaba besar a nadie, a decir verdad. Pero como había supuesto, Flóki respondió al beso entreabriendo los labios. Aprovechando el momento Kjell tomó el labio inferior de Flóki entre los suyos y se detuvo a acariciarlo. Eran suaves, aunque podía sentir las formas, imperceptibles a la vista salvo que se fijara mucho, del lugar donde el hilo con el que había tenido cosidos los labios había estado. Se detuvo un momento, cambió de posición…
Lo siguiente que pudo sentir fue el crujido de su propia espalda contra el tronco de un árbol. Flóki le sujetaba del cuello, en lo alto, y le miraba con furia contenida.

-¿Es eso lo que siempre has buscado de mí, vampiro?
-Yo…-prefirió no responder. Sabía que no sería mucho esfuerzo para Flóki partirle el cuello en dos y aquello sería el fin. Y, para ser sincero ¿Qué podía decirle?
-¿Es que no sabes tener quietos tus putos colmillos? ¿Nuestra amistad no vale nada más que una jodida cena caliente?

Presionó con más fuerza el cuerpo del vikingo contra el tronco. Sentía que las vértebras comenzaban a separarse. Balbuceó algo incomprensible.

-¿Qué coño dices?

Flóki parecía incapaz de ver que Kjell no podía hablar mientras estuviera agarrándole del cuello. Su presa hizo un gesto desmayado señalando la situación, y Flóki le dejó caer al suelo.

-Perdona-dijo simplemente.
-Perdona tú-dijo el otro mientras intentaba levantarse.

Le miró con cierta lástima y alargó la mano hacia él para ayudarle a levantarse. Kjell la tomó con cierta desconfianza, pero la aceptó de todos modos.

-No sabía lo que hacía. Sólo me preguntaba…no sé, déjalo.
-Pensé que habías aprendido algo más-sonaba decepcionado, palabras amargas.
-De hecho sí. No sé lo que me pasó por la cabeza, yo sólo… ¿qué pasaría si bebiese tu sangre?

Flóki se encogió de hombros.

-No lo sé. Te envenenarías, muy posiblemente.
-Esa no es la respuesta que esperaba.

La voz ya no sonaba tan amarga, el enfado había desaparecido casi por completo. Kjell se estiró, intentando recuperar la dignidad perdida. Dio un paso hacia Flóki, que de pronto, sonreía.

-Eso es porque ves mucha televisión. Yo no intentaría de nuevo aprovecharme de mi debilidad.

Kjell enarcó las cejas. ¿De su debilidad? Podría aplastarle el cráneo con un movimiento descuidado de muñeca.

-Sabes que podrías matarme si quisieras ¿verdad? Que no eres débil…
-Pero no quiero matarte y eso me hace débil.
-Tampoco lo había visto así.
-Bah, venga, vámonos de aquí. Te he traído a un cementerio a escuchar mis penas, es hora de que salgamos, comas algo…
-¿Así, sin más?
-¿Qué más quieres?
-No sé… Erin…
-Vengo aquí a beber cada año en esta fecha.
-¡Oh! No lo sabía.
-Claro que no. Vámonos.

Era sábado por la noche, lo que implicaba que había una gran actividad en las calles de Dublin. Cerca del cementerio mismo, en la calle circundante, había una discoteca en cuyo aparcamiento, cientos de adolescentes ruidosos se apelotonaban en torno a coches para crear su propia fiesta, consumir alcohol y drogas de bajo coste.
Era el tipo de ‘coto de caza’ al que Flóki gustaba de llevar a Kjell: jóvenes borrachos en perfecto estado de salud, que a la mañana siguiente no recordarían nada de lo que había ocurrido. En más de una ocasión, ellos mismos se acercaban, confundiéndole con algún tipo de traficante menor. Algunas de las chicas incluso se le ofrecían como amantes. Era muy sencillo, un buffet libre por el que no había que pagar.

Aquella noche parecía más difícil el acceso a ellos. El aparcamiento estaba iluminado con los tonos azulados de las luces de emergencia de una ambulancia, y los chavales se arremolinaban alrededor.

Tampoco era nada fuera de lo común que alguno de los muchachos sufriera un ataque coma etílico. Simplemente complicaba las cosas.

Esperaron unos momentos, hasta que los adolescentes se desperdigaron por el aparcamiento de nuevo y la ambulancia se fue. Sólo entonces se acercaron al lugar de los acontecimientos. Había sangre en el suelo, como si se hubieran golpeado al caer, y una especie de silencio tenso, de anticipación, que parecía indicar que esperaban que algo así ocurriera de nuevo antes de que acabara la noche.

-Están todos locos-comentó Kjell de pasada, mientras observaba a su alrededor, inspeccionando a sus posibles víctimas.
-Sólo están perdidos.-justificó Flóki-Y tremendamente solos.

Frente a él, en el suelo, había una cartera verde. Se agachó a recogerla y curioseó el interior. Dentro estaba el carnet de estudiante de una chica pelirroja con cara redonda y unas pocas libras en efectivo.

-¿Qué es eso?
-Nada, sólo la cartera de una de las chicas.

Flóki alargó la cartera a su amigo, que la recogió con gesto de poco interés.

- No parece que esté por aquí, quizás era la chica de la ambulancia. Lamentable, digas lo que digas….-levantó la mirada de la cartera para observar a su amigo-¿Flóki?

No contestó. Había palidecido, y sus facciones estaban más lánguidas, cansadas. Respiraba con dificultad.

-¿Flóki?-repitió de nuevo.
-He visto algo, Kjell.
-¿Sí?-estaba acostumbrado a sus visiones, aunque normalmente no le afectaban hasta aquel punto.
-Un barco… en un río de aguas frías y orillas verdes con bosques frondosos. Y una paloma blanca que ardía sobre él, con el sol del amanecer.

Kjell frunció el ceño. Aquella no era la primera vez que escuchaba esa visión. Pero la primera vez había sido hacía mucho tiempo, cuando aún era un muchacho. ‘Una paloma blanca ardiendo al sol sobre un drakkar’. Era una profecía. Era su profecía.
Siempre había pensado que se había cumplido cuando se convirtió en vampiro. Debía estar equivocado.

-¿Qué significa?
-No…no lo sé-pero lo sabía. Claro que lo sabía. Significaba que sus días estaban contados, pero no lo diría en voz alta. Porque ningún hombre debe saber la causa o el momento de su muerte.
-Mmmm…-Kjell intentó pensar con rapidez. Sentía realmente curiosidad. A veces, las visiones eran como inducidas, como causadas por el contacto con algo que estaba implicado en la visión. Quizás tendría algo que ver con la cartera que tenía en la mano.
-¿Qué?
-Nada, me preguntaba si esta chica de aquí tendrá algo que ver con algo.
-Déjalo correr, no es más que una visión, ni siquiera tiene porqué tener nada que ver contigo.
-Una völva me dijo esas mismas palabras cuando tenía quince años.
Flóki se encogió de hombros.
-No metas a los humanos en esto-dijo-Devuélveme la cartera.
-¿Sabes algo que no me cuentas?
-Claro que no, no seas crío.
-Entonces debería darte igual que sepa quién es la chica ¿no?
-Me da igual-Flóki se rindió. Las cosas iban a pasar como estaban tejidas de todas maneras-Mátala si quieres.
-Gracias.- Kjell sintió por una vez el triunfo. Había pasado toda su vida mortal preguntándose qué significaban aquellas palabras, ahora volvían a él y no estaba dispuesto a dejar de descubrirlo.
-¿Cómo se llama?-ya que estaban en ello, mejor tener todos los datos. No sentía curiosidad ninguna, sólo el dolor por la anticipación de la pérdida, pero a todos les pasaba en alguna ocasión. Quería saber el nombre de aquella que precipitaría los acontecimientos hacia la muerte de Kjell.
-Aislin.-Leyó Kjell en el carnet-Aislin Dooren.
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Por alguna razón que desconozco, esta canción tuvo un papel importante en la composición de este relato:

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